Cupido en su laberinto. Cuentos de (des)amor es nuestra primera antología de cuentos en físico, publicada en 2012. Para celebrar su séptimo aniversario publicamos este 2020 su 2da edición. El libro incluye 12 cuentos de autores de Argentina, Bolivia, España, Francia y Perú. Incluye acuarelas a color de Carlos Atoche y papel avena.

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Seis mil doscientos kilómetros sin ti

JUAN MANUEL CHÁVEZ

A nuestras Teresas,
porque a mí también
me toca extrañar.

     “Incluso seis meses es mucho tiempo”, le dijo Gabriel cuando abandonaban la avenida El Sol con destino al terminal de buses. Ella le tocó el rostro, otra vez llorosa a pesar del resentimiento que mantenía por la ciudad. “Observa el monumento a Pachacuteq”, indicó para distraerlo de la pena, “en eso nos hemos convertido”. Gabriel ya esperaba de nuevo la cantaleta trasnochada: soñamos hasta para el remedo con el oro de mejores épocas, nos inventamos relatos de turistas por dinero, somos la juntura redundante de demasiadas culturas; sin embargo, fue ocasión para el silencio. No pudo eludir esa tristeza que lo seguía debilitando; la tristeza pesa. “¿De veras te alejarás del grupo?”, preguntó a su novia por última vez. Somos las tres mosqueteras de Acobamba, gatito.

     Las explicaciones habían sido muy confusas desde el principio, resultado de los secretos repartidos hasta la culminación del plan inicial. Para sus padres, Marita sencillamente iría, a pesar de sus propias limitaciones en la danza, a representar al Perú en un encuentro bienal de conjuntos folclóricos en los Estados Unidos. La fuerza del orgullo que sentían atajó la inquietud que debían sentir. Para sus tías solteras y viejas, quedaba suelto el cabo de una fuga con sabor a pasión: ella se animaba a emprender un viaje así porque la habían enamorado. Para el hombrecillo que persistía a su lado en la cola de la Empresa de Transportes Cruz del Sur en servicio imperial, ella viajaba porque la ciudad del Cusco arruinaba sus mejores ilusiones. Además, lo acosaba una duda desde hacía varias noches: ¿Y si no regresa? Le explicaron los enterados amigos del servicio de aduana, que la permanencia se decidiría en el aeropuerto de New York: dos semanas a medio año. ¿Y si no regresa?, se cuestionaba sin tregua mientras el grupo ordenaba las prioridades para el viaje, la distribución del equipaje en la bodega, las responsabilidades antes de enrumbar a Lima. La llamó a un lado, caprichoso como nunca, pues de Acobamba se había marchado con lágrimas en el rostro, quebrada por el dolor culpable de la mentira a su familia; pero ahora ensayaba la tranquilidad del ánimo a pesar de la incertidumbre. “No será que hay posibilidades en Boston de quedarte definitivamente allá”, insinuó con una sonrisa estúpida por disimular la preocupación. “Gatito, ya sea buena o terrible la decisión que tome, la sabrás tú primero”. Jamás se tranquilizó.

     El día anterior, luego de visitar la Iglesia de la Compañía durante la misa de las cinco, de recorrer la Plaza de Armas de extremo a extremo percibiendo el tintinear del agua sobre el metal forjado de la pileta, de mirar como novedad al conjunto de niños que animaban el crepúsculo en San Blas, estuvo convencido por fin de qué excesivas distancias los unían. Cada calle, las vestimentas de los paisanos o los extranjeros, los nombres de los locales, producían un gesto de fastidio en el semblante de Marita. La ciudad le molestaba tanto como su provincia: no había oportunidad para una profesora especializada en niños con problemas de aprendizaje cuando cada uno de los habitantes había decidido sacarle su tajada al turismo. Los maestros del instituto aseguraban que era muy competente, que tenía voluntad y le sobraba ángel; empero, con una población preocupada en hacer plata con el interés ajeno, tal cual lo veía ella, con las justas podría librarse de una vida mediocre. Estaba segura de que había nacido en el lugar equivocado; peor aún, todavía seguía ahí.

     En cambio, la condición de él era distinta. Como guía experto en promociones escolares, creía en los alcances de la enseñanza desde un fin pecuniario. Que los muchachos de Arequipa o Lima tuvieran pesadillas con los catorce incas para un examen final o idealizaran las piedras ciclópeas de Saccsayhuaman, garantizaba una Navidad holgada. Él amaba el Cusco por lo bello del ámbar en sus muros y, además, por lo que rendía. Ella lo detestaba por lo mismo. Debía intentar un viaje de compromiso, aprovechar la eventualidad, pensó Gabriel la noche en que su novia le vino con la sorpresa de que «Aires del Perú» la incorporaría por fin a sus filas para la presentación consagratoria ante la comunidad latina de Estados Unidos. “Me consiguen la visa para los yunaites, gatito: solo por bailar”, le apuntó al otro lado del Qorikancha, instalados en la puerta de Migraciones, contenta por abandonar algunos días el ombligo del mundo para desplazarse a los amplios y fornidos   brazos territoriales del norte. Pero al acercarse los plazos, los proyectos se habían embrollado.

     “¿Si tuvieras el dinero o el valor me seguirías hasta el fin del mundo?, gatito”. “Si ambos me sobraran, ni siquiera te dejaría partir”, le reveló al abrazarla con la fuerza de la separación. Es más, insistió: “No quiero que te vayas”. “Pues vente conmigo por lo menos a Lima”, le respondió con la rapidez de un zarpazo de depredador, tirando al tacho la melancolía. El resto del grupo volteó sorprendido, en especial la chica del huiro, el patita del bombo, el joven de los platillos, la inútil del maichil: cada uno calculó la proposición y lo dejó sentir con sus muecas. “No hay adiós más noble que el interminable”, apuntó desde el sector opuesto de la ventanilla el experimentado

caballero de uniforme azul, mientras alistaba un nuevo boleto también azul para los prometidos tristes. Rómulo Guevara, director a tiempo completo del conjunto «Aires del Perú» y empresario en ratos libres de fugitivos con apuros, detuvo la operación con la sospecha de que el trato que ya tenía pactado terminaría agrietándose por la erosión de varias lágrimas: “En este bus viajamos nosotros; no tú”, le advirtió a Gabriel sin ninguna condescendencia. Todos se miraron con desconcierto, incluso Marita, muy dispuesta a saltarle al frente; pero no fue necesario. Gabriel pagó con un billete de cien el transporte de ida y aseguró con un adelanto el de retorno, indicando ahora él que en sus despedidas y sus lamentos, nadie más opinaba.

     El trayecto fue entusiasta por un lado y receloso por otro. Sabía que era un extraño, y hasta un indeseable para algunos. No obstante, le bastaba con que su novia lo comprendiera y, además, su acción arrebatada la tuviera contenta. Pero las habladurías son las habladurías: “¡Tanta película por tres semanas!”, exclamó al rayar la noche el andahuaylino de las zampoñas que finalmente la haría de artista en el extranjero. Y dijeron más; aunque ya no con los cuchicheos maliciosos con que abordan el tema, sino como una manera relajada de convertir el tema en comidilla burlona. Para todos, Gabriel era el “enamoradito llorón”. O más. Ocurrente, el danzarín de Anta, que maliciaba el negocio turbio en el viaje de una danzante mediocre, remató las opiniones generales con una proclamación que algo tenía de augurio injusto: “¡Un cojudo de esos!”.

     La llegada a Lima fue una decepción. En la ciudad, una garúa apenada y los tonos sombríos de sus calles, simulaban una antigua cinta con efectos especiales de bajo presupuesto: la neblina se enredaba en los picos de los edificios como algodón en hilachas, mientras que la ropa de los transeúntes parecía impregnada de la eterna mugre que tapiza el paisaje de cemento. Nada que ver con las lluvias furiosas de la puna, la variedad y el colorido del Cusco. Se equivocaron de capital, añadió alguno que desconocía los rigores de la modernidad peruana.

     Almorzaron en grupo, con las maletas a rastras, dispersando luego el camino hasta la madrugada en el aeropuerto. Rómulo Guevara, precavido, cargó con los instrumentos, los pasaportes y las visas, fijando para las nueve en punto la reunión con los distraídos en un local familiar de la avenida Elmer Faucett. La indicación parecía una orden: todos nos reuniremos luego, sin falta.

     Para la pareja fueron horas difíciles, de silencios enormes, insondables. “Comprendo tus motivos para el viaje pero no tengo confianza en el desenlace”, le confesó Gabriel en una banca de parque, levantando la voz más de la cuenta por la bulla de los niños y el corretear de los muchachos intranquilos. “Danzaré en las fechas establecidas y luego me pierdo por un mes, dos, quizá seis, a lo sumo”, le explicó ella de nuevo, a manera de ilustrarlo sobre el acuerdo con Guevara. “Me jode el quizás, Marita; bien puede servir para regreso pronto o nunca vuelvo”. “¿Gatito, tú crees que te quiero dejar aquí?”.

     Evitó la respuesta.

     “¿Tú crees que te quiero dejar aquí?”, consultó como si de algo importara lo que él creyera. Se lo preguntaba como si en esta historia la voz cantante fuera la de él, como si dependiera de sus deseos, estrategia o resolución el modificar los pronósticos del futuro.

     “Y las otras dos chicas, ¿qué planes tienen?”, planteó con suma inquietud. “Una supone que trabajará en el bar de un tío en Filadelfia; la otra, en casa de los exploradores irlandeses que conoció en el Manu”. “Ellas se piensan establecer allá”, anoté. “Todos tenemos derecho a soñar con un poco de estabilidad, gatito”. Yo también; yo también, reflexioné para mis adentros mientras tomábamos el taxi, jugando con los dedos en mi bolsillo por convertir la rosquilla de la lata de cerveza en un anillo, de explicar que un sueldo mínimo de guía autodidacta era un pie para el futuro, buscando el valor para impedir su partida. Si en verdad fuera cierto y concluyente aquel noviazgo que sellaros mediante una ceremonia ritual en las alturas de Pisaq, jurando con medias palabras, arcilla y truenos que nunca se irían a separar; si además fuera una forma de encadenarse al otro, hubiera sido cantado a todo viento esos votos de hoja de coca para obligarla a renunciar.

     En el aeropuerto la desolación fue terrible y extravagante. Ella lloraba a mares aunque confirmaba que volvería; en contraste, él sujetaba su cuerpo porque alguna parte de la verdad no estaba dicha. La verdad a veces es algo tan blando, endeble y voluble.

     El mundo no cambió cuando Marita se fue. La ciudad permaneció fea; el tránsito, imposible; los amigos al retorno, sarcásticos. Él se marchó de Lima al amanecer, atendió a un grupo en la agencia luego de dos días y se instaló al costado del teléfono durante la noche tercera, aguardando la llamada que le había prometido. En el correo electrónico su explicación fue sucinta pero tierna:

     Ay, gatito, qué difícil es ser peruana. Me trataron como a una cosa los muy desgraciados, hasta siento vergüenza de contarlo. Ahora ya estamos alojados y ansiosos. La presentación será mañana por la tarde; así que hoy de todas maneras escucharé tu voz. Me haces falta. Sabes, hay problemas dentro del grupo, sospechas, tanto que Rómulo ni siquiera nos entrega los documentos para salir. Incluso las chicas y yo nos hemos quedado preocupadas, primero porque nos visaron la entrada solo para un mes… sí, gatito, un mes, puedes estar contento; y después, porque el quinteto de Anta no para con las indirectas… Se huelen que algunas estamos aquí no por danzar sino para trabajar después. (Recuerdas que mis mosqueteras pusieron ojos de plato cuando decidiste acompañarme a Lima, pensaron que al final yo arrugaría. Por el contrario, me hizo feliz que tomaras el bus por complacerme. Nadie podrá ser como tú). Ya te llamo, gatito, a las diez, a lo mucho a las once, para estar más serenos. Ámame y recuérdame, ¿sí? Yo lo hago en cada momento. Tu bonita. Ah, la ciudad es alucinante y carísima… queda tanto para contarte. Espera mi llamada, ok, gatito. Todos los besos.

     Para huir, las razones siempre son mayores que el amor. ¿Y para volver?, se preguntó Gabriel mientras releía el mensaje, intentando comprender entre líneas los sentimientos de la ausencia.

     Sonó el teléfono antes de las doce con una voz atropellada en la emoción. “Hubo una recepción, disculpa el retraso”, se excusó. Él esperaba que de entrada le dijera: “Mi amor, cómo estás”, cuando ya estaba Marita en los cariños, entregada a un sincero te extraño. “New York es una ciudad con rostros y colores radicales, una ciudad de nadie entre el metal y el concreto. Boston es tan diferente: a pesar de la efervescencia, no deja de ser un territorio de fantasmas; todo está impregnando de antigüedad, nobleza que no presenta lo viejo. Nuestras piedras irradian energía; los muros de este lugar, tinieblas de opulencia. Caminé por el Boston Common e intenté el Freedom Trail; pero la independencia norteamericana me importa un bledo. Los árboles del parque sí merecen una historia contraria: para donde miras, el trayecto está cargado de una libertaria ecología de hojas rendidas y naranjas. La libertad de los otros te escupe a la cara, por eso el refugio para un latino sigue siendo el hotel donde un puñado de verdes asegura la atención buena. Transitando las calles, la vida tiene color distinto: No disfruté el Public Garden ni The State House con su domo de oro… De oro, gatito, un derroche insultante. En cambio, deseo visitar el astillero o el Cementerio del Granero, lugares con tristeza, pues no albergo otro sentimiento en mi corazón a pesar del revuelo, de la novedad…”. “Diría que es al revés”, la interrumpió, disgustado. “No mojes, gatito”.

     A la distancia, lo reprochaba; no comprendía. Estar lejos no solo es estar lejos, es la ausencia; y no ser para el otro, para los demás.

     Dime algo, le preguntó: “¿Tienen todo planeado para mañana?”. “Claro, pasito para adelante y pasito para atrás…”. “No seas graciosa, sabes a qué me refiero”, le cortó, impaciente. “Sí, sí… con el grupo la relación es pésima; sabes cómo me llaman: Marita la bonita, ya que desprecian mi trabajo en el escenario y sitúan en mi rostro el motivo del viaje. Marita la bonita, dicen entre risas, insinuando sandeces. Recuerdas a Humberto, el de los platillos: anda esparciendo cizaña por ahí. Para la mayoría, yo tengo algo con Guevara. Son unos cerdos. Tanto Milagros como Esther, con huiro y maichil incluso (quién sabe colapsan los proyectos laborales aquí y la música nos rescata de los problemas), marcharemos con gusto de este conjunto. Demasiada rivalidad, gatito. Demasiada mala leche”. Indagó también sobre sus padres, los amigos, con ese tono neutro que bambolea entre la pena y la expectación. “En serio, en serio, ¿por cuánto te quedarás?”, le consultó sin ganas de hacerlo del todo, preocupado por la respuesta. “Lo que haga falta, gatito”.

Mucho tiempo después comprendió a cabalidad el rigor de lo que dijo. “Te llamo mañana, desde lejos”, le previno. “Todos los besos”, le prometió.

     Al día siguiente los planes se enredaron con las precisiones del itinerario: el desayuno los tuvo a todos reunidos, luego el ensayo general y las ilusiones por una presentación respetable asaltaron el almuerzo; aunque el recelo, la duda, trajinó alrededor de la camaradería. “Rómulo, ¿cuándo te animarás a entregarnos los documentos?”, preguntó el mayor de los danzantes de Anta, soltando la frase al desgaire, como bromeando a pesar del rictus tenso, la expresión insegura, las propias decisiones que parecían leerse en su facciones. “Frente al aeropuerto de regreso”, dictaminó Guevara. “¿No tienes confianza en nosotros?”, agregó Marita la bonita por fastidiar, inquietando incluso la tranquilidad de sus amigas pero segura de sus palabras porque a ella esa estancia en Estados Unidos le costaba su dinero: así había sido el trato, para buscar su oportunidad laboral en el norte. “Por supuesto que no”, respondió con acritud, refiriendo la anécdota de la agrupación anterior, «Aires del Perú» en Europa: llegamos veintidós y volví con trece. Ni Francisco Pizarro se quedó tan estafado y solo. “Y, conquistador, ¿quién será tu Atahualpa?”, bromeó uno de los más expertos, amigo íntimo, compañero en Abancay, Lima, Madrid y México, quien sabía que no hay salida del país sin muertos en el camino o suculentas conquistas.

     —Alístense, nos vamos a las cuatro en punto —anunció Rómulo Guevara, un poco hastiado.

     A las tres y cuarenta se consumó el escándalo: los cinco varones de Anta habían desaparecido sin papeles de identidad, con sus maletas repletas y el dinero de los cuartos cercanos. Ninguna nota, solo la apreciación del portero sobre un nerviosismo inquietante en sus movimientos. “No van a volver: sueño americano, que le dicen”, explicó el ecuatoriano que organizaba el encuentro de grupos folclóricos. La mayoría tenía alguna experiencia similar: músicos que se alistaban en conjuntos para lograr la documentación que les permitiera el visado al promocionado primer mundo. “Ahora deberá solucionar su espectáculo; y más, su credibilidad”, zanjó el ecuatoriano.

     Rómulo se precipitó al lobby indignado: “Nadie sale del hotel, le gritó al grupo que aguardaba la salida. Cogemos el bus hasta el auditorio y de vuelta, vivimos hasta el jueves en este lugar”. “Pero…”, quiso argumentar Esther. “Dije nadie, carajo”.

     Marita telefoneó al Cusco, impaciente por ubicar a Gabriel: el asunto se jodió, le iba a indicar; sin embargo, no lo halló. Deje su mensaje después de la señal. Y dejó su mensaje: “Si es necesario, tendremos que escapar”.

     Por la noche, todos lamentaban el desastre en el tabladillo:

incompletos, dispersos, desconcentrados. Críticas por los movimientos torpes de los danzantes, falta de compás en los ritmos. “Señor Guevara, le bromearon en corro los directores rivales, ¿no cobrará en pasos cada una de las visas?”, la mayoría también tenía experiencia en cómo hacer los negocios turbios, y algunos, en hacerlos mal.

     —Nadie sale del hotel —ordenó a su modo Rómulo Guevara al terminar la cena, convertido en custodio de su propio desprestigio ante una botella de vodka.

     —Dame mis documentos —le pidió Marita, sentada a su lado—. Ya no te hacemos falta aquí: pagamos, fue un trato —insistió.

     —La plata te la devuelvo ahorita y san se acabó.

     —Tienes fama de hombre de palabra, Rómulo.

     —Siempre y cuando la empeñe con gente leal, no con tránsfugas ni mediocres.

     —Entonces, tendré que huir también yo.

     —Si te obstinas en hacerlo, procura por tu suerte que sea a mis espaldas —le advirtió a Marita con la mirada desafiante que no ensayaba a menudo, con los ojos inyectados de licor y desprecio, con la voz mortificada por la revancha y con el desprecio creciente que se reservaría para después.

     Al rayar la madrugada se fugaron las tres chicas con algo de ropa y los contados billetes que restaban. “Ahora comienza nuestro destino”, garantizó Esther al despedirse. “Que Dios te acompañe”, le deseó Milagros. “A todas”, pidió Marita. Besos, lágrimas y una llamada más: “Gatito, estoy sola en la esquina de Federal y Franklin, envuelta por la lluvia”. Colgó para no llorar.

     En las cabinas de Internet de la avenida Tullumayo, en pleno centro del Cusco, no había sitio; tampoco quedaba espacio en las máquinas de Santa Mónica y estaba cerrado el local de Soroche, el veterano brichero extenuado por el pesimismo. Esperar ocho minutos ya era el deshueve, pensó en su total impaciencia, asustado por la ausencia de nueve días que mantenía Marita, ahora la lejana, desde su última comunicación. En casa de ella le habían asegurado que dos noches atrás llamó sin paradero fijo solo para avisar que nadie se preocupara, que los temporales los solucionaba con el completo trabajo del alma; pero no soltó palabra sobre el hambre o los apuros. Frente a la pantalla, su casilla de mensajes recibidos estallaba con publicidad y saludos que no solucionaban la mañana. Te extraño, se dijo entre lágrimas, hurgando en el ciberespacio de luz con la lectura de su correo antiguo, amarrado por el miedo insoportable del silencio.

     Ya de vuelta en la ciudad, los integrantes del conjunto «Aires del Perú» explicaron de mala gana que Marita se marchó a hurtadillas como soñadora faltosa, una traidora irresponsable y egoísta; aunque nunca comentaron sobre los documentos expropiados ni la soledad de las calles al iniciar el invierno. Transcurridas casi tres semanas desde su partida, Gabriel gimoteó como un niño por la desesperación y luego, por la dicha: “Hola”, le dijo ella por teléfono, “me venía bien gastar esta moneda”. “¿Cómo estás? ¿Dónde estás? ¿Cuándo vuelves?”. Las explicaciones que sobrevendrían no podían ser sencillas. Trabajaba desde hacía cuatro días en un restaurante de argentinos como mesera, después de soportar la ruina de manejar tan poco dinero para un cuarto de hotel ni contar con los ánimos al tope para remediarlo. Otra cosa era la extrañeza de sentirse observada, hasta repudiada por la imagen de cansancio y escasa limpieza, mientras deambulaba por Cambridge, Beacon o Dartmouth en inmensas cuadras a la caza de un cartelito latino que ofreciera empleo a cualquier precio. Le habló de las señoras muy blancas y mejor vestidas que abrían el paso con susurros denigrantes sin importarles que la muchacha trigueña comprendía las palabras en inglés afectado. “He descubierto cada uno de mis complejos, gatito”. “Entonces regresa”, pidió el enamorado dolido al otro lado de la línea. “Ni siquiera cuento con mis papeles para hacerlo”. “¿A qué te refieres?”. “Ella detalló el problema inicial y también la fuga, rogándole que enfrentará con la dureza necesaria al desgraciado de Guevara pues sin identidad de firmas y sellos, su vida no valía nada”. Lamentos, sollozos entre el ruido de autos, cláxones y murmuraciones próximas en idioma extraño. Le llamaba desde una cabina pública con tres ruegos para justificar toda una conversación: no me olvides y no me juzgues. Él conjeturó el tercero: perdóname a pesar del dolor.

     Quizá por fin, en medio de la desesperación y un destino algo siniestro, la historia de los dos podía ser escrita por mí.

Envié los documentos en menos de una semana a la casilla postal de sus jefes argentinos después de liarme a golpes con el imbécil de Guevara. La madrugada que timbró el teléfono con la insistencia de cuatro timbradas, yo tenía ordenada en mi cabeza la condición: “Te los envío amparado en la seguridad de que ahora sí regresarás”. “Nada deseo más, me confió ella”. Evidentemente no faltó a la verdad, pues durante siete meses en su condición de ilegal le lloró por la misma vía de siempre, el mismo martes de siempre en horario nocturno y acostumbrado, la hondura de luchar por un futuro mejor sobre la completa y compleja esperanza de retornar. Océano furioso existe entre anhelos y ambiciones, intentó explicarle al cabo de un año.

     Cuando comenzaba su segunda Navidad norteamericana, bien asentada en una empresa cubana especializada en venta de productos domésticos, no ocultó la tristeza de ostentar un nuevo auto porque sus padres sufrían demasiado con sus victorias siendo tan apartadas, solitarias; triste porque en algunas frases ya se filtraba la contundente falsedad. “Es inevitable la melancolía para estas fechas”, le comentó Marita antes de marcharse a una fiesta con sus nuevos amigos dominicanos y panameños. “Yo me quedaré en casa repitiendo la rutina de todos los años”, le confesó Gabriel entre el reproche y la revancha.

“A mí me toca ganármela sin compañía, gatito, lejos del platillo caliente o la caricia fraterna”. “Lo solucionarás de otras maneras”, sonsacó desde un barranco de emociones. “Sobre eso no consultes, mi muchacho, a nadie le conviene”. “Felices fiestas, qué sean buenas, muy buenas”, se desearon ambos con frases prestadas, comprendiendo por entero la distancia.

     ¿Quién se queda pierde?, se preguntó Gabriel mimetizado en la cama de sus veinticuatro años, antes del saludo de la medianoche, con la luz apagada, percibiendo la algarabía de la sala, seguro por vez primera de que una falta de hombría se instaló en su vida la noche del avión y la despedida: “No te irás de aquí, no te irás sin mí. Te quedarás a mi lado”, debió haber sido su consigna, expresada como un mandato para los dos. Tantas frases que pudo ejecutar para evitar su partida; pero no, comprensivo en toda su incertidumbre, la mujer que todavía amaba fugó por un porvenir que nunca se arriesgó a brindarle. Ahora, ¿cuál era el suyo? En muchas ocasiones pensó buscarla en Boston; otras, insistir con la familia por su regreso; la última, entender finalmente que el olvido también es un camino.

     Los meses se acumulaban como ladrillos, instaurando de manera paulatina una pared de incomunicación: las llamadas escaseaban y los correos electrónicos acortaban palabras, cayendo en la trivialidad del clima cuando se agotaron los recuerdos comunes. Luego de tres años eran dos extraños dialogando sobre mundos diferentes alrededor de sueños enfrentados. “Ni tú vendrás ni yo volveré”, le aseguró Marita una tarde de verano. “Es tiempo que abandonemos esta farsa y comencemos de una buena vez la realidad de nuestras vidas”, planteó. “Es decir…”, arriesgó Gabriel: “comprender que sencillamente ya no estás sola allá, pues no hablas para el futuro sino justificando algún pasado”. “Ay, gatito, tus afirmaciones abundan en lo inútil”. Concluyeron sin reproches, apenados porque develaban las verdades de una pantomima de mucho tiempo con un simple acto. “Acaso en alguna ocasión llame al amigo que fuiste, gatito”, comentó antes de colgar.

     Supongo que a veces es bueno mentir a los otros para mentirse a uno mismo. La implacabilidad del dolor se limita, se diluye. La esperanza es la más fiera de las sensaciones porque amolda el mañana. Y amoldó en muchas formas el suyo.

     —Estaré siempre dispuesto a contestar —sostuvo con enorme honestidad, sospechando que también merecía él una oportunidad.

     En pocas semanas cayeron las habladurías sobre Marita: que buscaba la residencia, que iba a entregar ocho mil billetes a un mexicano que sería su marido, que su alcoba se mantenía ocupada aunque su espíritu, vacío.Él por su parte, renovó el ritmo del negocio y comenzó a salir con amigas. Se encariñó con una, llamándole afecto a la cortesía. Además, terminó por acostumbrarse a su compañía. Almuerzos, algunas cenas, un regalo sin cumpleaños y apareció en casa de sus padres con una pareja que sería la consentida. De Marita, solo oídas: contrajo matrimonio, espera un hijo, quizá retornaría de visita aunque los suyos migraran a su casa de madre de familia. Solo oídas hasta que recibió el timbrazo del teléfono una madrugada. “Sé que estás bien”, le susurró con la voz un poco temblorosa. “Sé lo mismo de ti”, respondió. Dialogaron contra la flojera de la noche, abrigados por la calma. “Te llamaré de cuando en cuando, ¿sí?”. “Seguro lo harás cuando te sientas abandonada”. “No lo estoy”, replicó, con falso fastidio. “Pero te sientes”, insistió, por incordiarla. Llevar sus palabras hacia un acantilado. Y se lo devolvió: “Para eso están los que te esperan, gatito”.

Marita no volvió a pisar su terruño campesino ni la ciudad del Cusco: nunca retornó; sin embargo, no faltó a la promesa de su eventual llamada a pesar de sus hijos y los de él, de sus vidas cambiadas:

     —¿Todavía conservo un hogar en el Perú?

  —Tienes mi corazón, que es más grande y duradero —le confesó con íntegra sinceridad y alguna vergüenza.

     —Eres cursi hasta para mentir, gatito de mejores tiempos.

   —Resultado inevitable del odio que se engendró en mí desde el día que te fuiste, tan intenso como el cariño que aún siento.

     —¿A pesar de la distancia?

   —Sobre todo: es la justa medida de la distancia. Te has convertido en una sombra que es buena, hermosa y generosa, mi fantasma para el afecto, una herida dichosa.

     —Eres un nostálgico bien hablado y algo huachafo, Gabriel.

    —No, Marita: un soñador arruinado.

*

Juan Manuel Chávez (Lima, 1976). Licenciado en Literatura, diplomado en Docencia en Educación Superior y máster en Derechos Humanos. Sigue el programa de Doctorado en Lenguas, Literaturas, Culturas y sus Aplicaciones en la Universidad de Valencia y es investigador de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona. Publica en revistas y portales de Perú, Argentina, Centroamérica, España y Estados Unidos.