En 2019 publicamos la 2da edición de Mi robot depresivo y otros cuentos de Carlos Vera Scamarone, ilustrado por Gerardo Espinoza. En este libro de nuestra Colección Lo imposible encontraremos fantasmas, genios, robot con sentimientos y otros cuentos fantásticos y de ciencia ficción. Compartimos “Ushamín. Draco peruvianis”, historia donde el autor se encuentra con un dragón en el desierto.

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Ushamín:
draco peruvianus

CARLOS VERA SCAMARONE

     Los dragones existen, ¡claro! Pero no los podemos ver a simple vista. Los dragones son tímidos. Esconden sus cuerpos ligeros en las nubes. Mientras más clara la nube más difícil para ellos volverse ignotos. En cambio, mientras más obscuro y gris esté el cielo, ellos vuelan libres frente al sol de las alturas. Este fenómeno lo conocen bien los controladores aéreos de los aeropuertos, quienes tienen claves especiales para avisar a los aviones que llegan o salen de las pistas de aterrizaje cuando un dragón descomunal está haciendo sus piruetas en el aire. Según el naturalista Orbet Solier, uno de los pocos que ha contemplado la conducta de los dragones en su estado natural, los dragones son como “golondrinas enormes pero que echan fuego”. Aunque debemos señalar que los trabajos de Solier fueron realizados en una región donde habitan dragones que botan fuego humeante y corresponden a la familia de los grisáceos. Estos se caracterizan por los tres garras como remate en las patas, de donde se extienden las membranas dérmicas de sus alas. He allí la limitación del trabajo de Solier pues hay un sesgo, frecuente entre quienes se asombran por la majestuosidad de los dragones.

     Dicen que quien captura a un dragón está maldito por la eternidad. El dragón requiere estar libre para que exprese a plenitud sus poderes, en especial el fuego y el vuelo. Será por su antigüedad inmemorial que han sido vistos como seres de extrema sabiduría, pero temo desterrar tal mito. Poseen la misma sabiduría que un elefante. Nunca olvidan y tienen empatía. Tal es la experiencia de Giacomo Caroli, quien, en el siglo XV, narra su primer encuentro con un dragón en el oriente, cuando se daban los primeros viajes europeos a las Indias. Fue sorprendido durante la madrugada por un grupo de delfines. Tengamos en cuenta que a la usanza del siglo XV los delfines y sus chillidos eran vistos como sirenas. Les dejo el texto original y ruego se me disculpe si hay algún error de traducción pues el italiano rudimentario se me hace difícil de interpretar:

     “Estaba yo con vuestra merced, Catalina de Medici, en rumbo al cabo de Hormus y ya habiendo pasado aquesta filura (fila) de peñones, que nos aprestábamos a descansar en las literas, así dispuestas para que vuestra merced caiga en sus sueños de reina, cuando un grupo de sirenas mágicas nos hizo ronda (nos rodeó) dándonos llamados melodiosos. Ya sabiendo de que tal esquivo ser tiende a ser peligroso dispuse las velas a sotavento para alejarnos de tal muerte segura. Fue entonces que juntas emitieron sus cantos, tan agudos que las velas de la carabela se prendieron como antorchas en plena noche. Los primeros en saltar a la mar fueron los cordobeses y murieron por las lanzas de las sirenas. Pero aquesta noche fuimos rescatados por un animal volador que, con brasas de fuego vivo espantó a las muchas de ellas y con sus aleteos poderosos logró apaciguar el fuego para que los marineros los extinguiesen (se entiende que “los marineros apagasen el fuego”). Salvos de una muerte segura vuestra merced, Catalina de Medici, elevó plegarias a la bestia maravillosa y le entregó en premio el cerdo ahumado que guardaba como merienda para los mercaderes de Hormus”.

     Tal es el relato de Caroli, del siglo XV, cuando trasladaba a Catalina de Medici. Pero eso nos adentra en otro tipo de cuestión. Las sirenas, según la interpretación del naturalista Andrew Robertson, son delfines nariz de botella que emiten sonidos tan agudos que pueden generar aturdimiento súbito en sus presas. Pero no es la primera vez que se acusa a los delfines nariz de botella de prender fuego a una embarcación. Esto se llama efecto Caroli (en honor al marino italiano). Los mamíferos cetáceos como los cachalotes pueden emitir sonidos como sonar, que bajo las condiciones adecuadas actúan como golpe sonoro.

     Pero dejemos a los delfines y el efecto Caroli, volvamos a los dragones. En sus memorias, luego de volver de Hormus como parte de la comitiva de Catalina de Medici, Caroli sufre una extraña fiebre que le postra en la litera. Su malestar es tal que, al borde de la muerte, le pide a su lacayo escriba los acontecimientos acaecidos. Fue entonces, no sabemos si por fiebre, delirio o por arrebato de sinceridad, cuando Caroli cuenta que en Hormus fue visitado en el patio del soberano mercader por el dragón. Este apareció como un elefante que tumba los arbustos para abrirse paso entre el follaje. El dragón aleteó de tal forma que barrió algunas tejas de arcilla del acucioso y ornamental techo del mercader. Ustedes saben por cultura general que un dragón no habla, aunque en las leyendas los humanizan hasta el punto de hacerlos parlantes y sabios. Caroli le extendió un puñado de frutas, el animal comió de su mano y luego se marchó como si lo ahuyentasen los bárbaros, debido a que los gendarmes del mercader le lanzaban flechas para espantarlo. De regreso, al pasar por la región de Mozul, el señor Caroli muere y Catalina de Medici ordena que se le sepulte a la brevedad. Fue entonces que se apareció el dragón aleteando y, según el lacayo cronista, se mantuvo al pie de la tumba por dos días, luego de los cuales emprendió vuelo y nunca más se le vio.

     Estos relatos se suman a otros más antiguos, de predominio europeo, que ilustran que hay varias especies de dragones. Ahora, el señor Orbet quiere rectificar su sesgo e incluye los dragones de cola ancha y los que no echan fuego. Sin embargo, gracias a un amigo de la infancia pude conseguir uno de los diarios originales de don Agustín Ingunza y Estremadoyro. El ilustre limeño fue uno de los pocos peruanos que recopiló los apuntes que cronistas del siglo XVI hicieron de los dragones en nuestro país. Ya que gozaba de una inmensa fortuna y vivía de los dividendos que sus nobiliarios títulos amarillentos le permitían, don Agustín acompañó al naturalista Antonio Raimondi, el sabio italiano, a recorrer el Perú. El aporte de don Agustín Ingunza ha quedado olvidado pues no se ocupó sólo de clasificar las especies arborícolas y de fauna mamífera que abundan en Perú, también se dedicó a clasificar a los pocos dragones que vivían en las alturas y en la costa peruana. Es así que no se limitó al dragón común o draco peruvianus, muy habitual en las alturas nubosas, en especial en los picos pasados los cinco mil metros de altura. Reconoció al draco arequipensis, raro, pero que vive como parte del ecosistema de los cañones alto andinos en la región de Arequipa. Tiende a esconderse en las profundas grietas donde anida, generalmente poniendo dos crías. Existe también el dragón costero que vuela en la costa en especial en desiertos como el de Sechura y el de Ica. Este dragón no emite fuego y tiene hábitos de pesca. Pero su desaparición durante el Fenómeno del Niño alarmó a los naturalistas. Se le ha visto con cierta regularidad en las islas del norte, incluso hasta en Galápagos. Por cuestión de tiempo, y tomando en cuenta el diario de don Agustín Ingunza y Estremadoyro, me encaminé a buscar un dragón común de la especie peruvianus o dragón vulgar.

     Decidí abandonar a mi familia para llegar al desierto de Asia, al sur de Lima. Mi esposa y mis hijas no podían acompañarme: mis pequeñas hijas van al nido y mi esposa trabaja. Creo que mi mujer lo consideró como una locura compensatoria ante el trauma de haber sido casi asesinado cuando unos delincuentes me arrebataron mi auto.

     Pues bien, llegué al poblado de Asia, vestido con un pantalón corto y dos sudaderas, así como con un báculo de madera, morral y alpargatas. Parecía un profeta moderno, pero con la misión increíble y secreta de traer un dragón vulgar o común. La caminata fue larga y me adentré en el desierto. Grande fue mi sorpresa al notar que la cordillera no estaba tan retirada. La noche y el cansancio me llevaron a dormitar en una de las grutas que ofrece la naturaleza. El frío de los vientos paracas me llevó a acurrucarme junto a un cactus que me hincó justo en la clavícula izquierda. Eso lo recuerdo bien.

     Al despertar del pesado y frío sueño vi entre las escarpadas rocas de un cerro una forma en especial. Era como una roca sólida que parecía desprenderse. Al aguzar la mirada, casi a cien metros de donde estaba, vi sus ojos abiertos, con la clásica pupila rasgada propia de los reptiles, las escleras verdes y el cuerpo escamoso como cubierto por una lija. Era un draco peruvianus mimetizado entre las rocas. El animal era mediano, casi de cinco metros de largo. Aunque es un animal salvaje, se le domestica con facilidad cuando lo permite. Fue así que saque de mi morral tiras de carne seca y se las coloque en el suelo. El animal se despegó, dudoso, de la roca y se acercó hacia mí con cautela. Imagino que alguna vez alguien le hizo daño. Al estar cerca noté que su cabeza era del tamaño de mi pecho. Abrió sus alas con la cabeza agachada y pude notar que de punta a punta el dragón mediría unos veinte metros. Cogió el poco de carne seca con la lengua, como si lamiera la tierra. Fue entonces que tomé la decisión más arriesgada de mi vida. Me trepé al lomo del dragón y este me dejó subir con mansedumbre total. No me quiso echar ni botar de la grupa. Se sacudió como un perro que echa el agua del pelaje y una nubecilla de polvo salió de sus escamas. De un salto el dragón alzó vuelo, con cortos aleteos. Al parecer mi peso no le impedía el vuelo aunque para mis amistades soy bastante obeso. Incluso el saludo de algún que otro cardiólogo es “Estás gordo” antes que “¡Buenos días!”. El reptil volador emprendió vuelo hacia el mar. Parece que iba a pescar pero, cosa curiosa, noté que se deslizaba de nube en nube. Al llegar a mar abierto, bastante lejos de la costa, se elevó más como si se dispusiese a entrar a la estratosfera pero cesó su ascenso y emprendió una picada que me causó una súbita nausea y se sumergió en el agua del océano Pacífico. El chapuzón me empujó hacia la superficie pero mis piernas se apretujaron a su pecho como unas tenazas. El animal salió a flote y volvió a aletear. Grande fue mi sorpresa cuando de sus fauces colgaban dos tiburones grises que aún boqueaban. Los engulló en una pasada. Como volaba en paralelo a la costa le hice unos piquetes con la suela de las alpargatas y cambió de rumbo. Volví a picar y el animal siguió el rumbo que elegí. Era genial. Yo, en el lomo de un dragón rumbo a la ciudad de Lima. Era mi dragón. Siempre quise uno. Por ello lo bauticé Ushamin, como un mítico guerrero japonés del siglo XII que era hábil con la espada, tanto que sus enemigos creían que volaba.

     En fin. Llegué a San Miguel a mitad de la mañana. Los dragones son muy rápidos al volar. El primer problema fue el susto que se llevaron mis vecinos. El aleteo despertó la rabia de varios perros que en disonante coro empezaron la cantata del temor. El dragón se posó frente a mi edificio, entre dos árboles. Allí, como una gallina que empolla, se cuadró y bajé sin mayor dificultad. El animal me miró y pude ver que se trataba de hambre. Era lógico, vino volando desde las cálidas regiones del sur hasta este verde páramo de concreto, lleno de infectos humanos rabiosos y sin imaginación. Me apresuré a subir a mi edificio pero unos asaltantes me cogieron del brazo y me lanzaron al piso. En el forcejeo quisieron llevarse mi morral, húmedo y con olor a tiburón, y empezaron a patearme. No sé en qué segundo los vi desaparecer y luego el fuego. Al alzar la mirada el dragón Ushamin había lanzado, certero, una llama milagrosa y el delincuente se quemaba. Las ropas se le pegaban a la piel y corría desesperado. Mientras el otro miraba fijo al animal que furioso mostraba sus dientes con un rugido imponente. El criminal sacó una pistola y apuntó a los ojos de Ushamin, pero el dragón lo engulló. El otro delincuente yacía tirado en la pista. Dicen que no hay que desear mal a nadie aunque creo que mejor estaba muerto porque cometió muchas atrocidades. Tal vez alguna mamá mamífera acuda a hacer de plañidera diciendo que era un angelito.Pero bueno, Ushamin se lo comió entero, al carbón. Subí para dar aviso a la familia de lo ocurrido pero me ganaron. Ya estaban fuera. El dragón rugió con fuerza como dándose a conocer. Los demás mostraron respeto. Mi esposa estaba incómoda. “Y ahora donde ponemos esta bestia” dijo. “Bueno negra, que duerma en el techo”. Ya era medio tarde y Ushamin soltó sus primeras defecaciones. Nunca antes había visto caca de dragón y es bastante olorosa. Según Solier, el dragón cenizo hace deposiciones bastante olorosas por la gran carga de azufre de sus intestinos, necesario para dar llamaradas profusas. Gracias a todos los dioses no se le ocurrió soltar ninguna ventosidad, porque son inflamables. Los vecinos llamaron a la gendarmería para que se lleve al animal por lo apestoso y extraño. “Muerde” dijo una vecina. “Mató a dos hombres” dijo otra. Cuando el gendarme vio las huellas solo dijo que se trataba de una parrillada que cayó en la acera. Bueno, por más que intentaron no movieron al dragón hasta el día siguiente. Aquella mañana me vestí de terno, corbata y porté mi mejor maletín. Me iba a trabajar montado en mi dragón. Salí a la berma central pero no le hallé. ¡Carajo, me robaron el dragón! Pero bajó de la copa de un árbol como un chimpancé que se descuelga. Y he allí otra de las cualidades de los dragones. Según don Agustín Ingunza, el dragón vulgar duerme pegado a la roca, pero según Solier este duerme colgado de los arboles como lo hacen los murciélagos. Esto, por mucho tiempo, llevó al debate sobre si eran o no reptiles, pero la prueba final la trajo Von Egg, desde Suecia, que describió los nidos de dragones de los Cárpatos, como una hornacina llena de huevos relucientes.

     El dragón se desperezó cual gato y se aprestó a dejarme subir a su lomo y alzó vuelo de un salto hasta lo más recóndito del cielo gris de Lima. Por fin vi los cientos de dragones que surcan el cielo limeño. Sobre nuestra capa gris los dragones se entrecruzan en bandadas increíbles. Ushamin bajó suavemente en la puerta de la cochera de mi trabajo y me acompañó a “estacionarlo”. Los de la cochera se asustaron al ver a tamaño animal tomar posesión de un espacio de estacionamiento. El perro de la cochera, un bravo rottweiler acostumbrado a asustar a cuanto cliente pase a su lado, estaba metido en su perrera. El dragón le clavó la mirada desde que llegó. Por eso creo que fue el día más silencioso para la cochera. Al dragón no se le pone alarma pero hice el ademán de que lo hacía. Ushamín dio su primera muestra de buen humor. Gruñó y se quedó acurrucado como un gatito de cinco metros de diámetro. Su bufar barría la polvareda que le rodeaba. Me marché a empezar mi trabajo. En el hospital donde trabajo, es común escuchar en el cafetín las fanfarronearías de los colegas. “Me compré una camioneta último modelo”, “Yo tengo un Volvo”, “Mi Audi llega a ciento cincuenta por hora”. Aquella mañana gocé viendo como los demás hacían sus ademanes de pavo real, alardeando de sus tremendas máquinas. Quería subir y decirles que mi dragón vuela a doscientos kilómetros por hora cuando está con el tanque lleno, pero me abstuve, aunque el momento llegó sin proponerlo. Un amigo cirujano corrió asustado. “Se comieron al perro de la cochera” dijo mientras se cogía el pecho. “Cállate. Se fue el perro tras una perra” dijo otro a carcajadas. “¡No! Se lo comió un dragón”. Lo dijo con tal seriedad que todos me miraron. Creo que las miradas fueron porque soy psiquiatra. “Descuida, es mi dragón pero está amaestrado” dije con calma. Todos soltaron risotadas tan fuertes que lloraron de la risa. El cirujano quedó atónito. Nadie le creía. Una colega muy respetada por ser la más neurótica del hospital llegó y miró a todos: “¡Han visto al dragón del estacionamiento!”. Todos se quedaron mudos. “¿Les ha hecho algo?” pregunté. Todos me miraron con media sonrisa. Parecía un chiste. Pero eso motivó que baje a la cochera. Cuando llegué, en efecto no había perro. Ushamin bufaba dormido. El dueño de la cochera me miró y me dijo que me demandaría por el perro. Le respondí que le pagaría. Entonces miré a Ushamin y le dije: “Pensé que podías quedarte conmigo. Siempre quise un dragón, pero este mundo de gente informe y sin imaginación no nos tolera. Por eso es mejor que te vayas”. Le acaricie el lomo con ternura mientras una lágrima se escurría por sus grandes ojos. El dragón caminó a mi lado hasta la puerta y me miró. Luego alzó vuelo en un segundo y se perdió entre las nubes. Me hubiese gustado pasear a mis hijas a lomo de dragón pero aún son pequeñas, Ushamin da quiebres que pueden botarlas. Cuando pueda lo visitaré en los lejanos desiertos. Mientras, solo me queda la resignación de ser humano.

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Carlos Vera Scamarone (1974). Escritor y doctor, especializado en Psiquiatría. Hemos publicado su libro Cartas para un éxodo (2010; 2016), la novela de ciencia ficción La paradoja Cane. Las guerras por el tiempo (2018); el ensayo Una mirada al universo de Star Wars (2018); Mi robot depresivo y otros cuentos (2016; 2019). También ha participado en antologías de nuestra Colección Lo imposible como Los muertos nos miran. Cuentos peruanos sobre zombies (2018).